Autor : Rigoberto Gil

“...en este libro la poesía es un estado de ánimo que acompaña al mal poeta, que lo arroja contra la pared y le grita que despierte...”
Cada vez que se publica un nuevo libro nada se conmueve en el mundo, con todo y que, por estos meses, haya escasez de papel. En realidad, lo que preocupa y conmueve es la escasez de contenedores. El mundo sigue andando, sin duda, pero ese nuevo libro no le retuerce el paso ni le descubre la cola de un cometa en cercanías de Júpiter ni lo pone a trastabillar sobre un adoquín flojo. La vida sigue sin inmutarse, con su aire de tango y malsana indiferencia. Es más, cada vez que se publica un nuevo libro aumenta el número de crímenes y el número de jóvenes escritores; la proporción, en este caso, es equilibrada entre la sordidez del asesino y la inocencia del joven escritor que sueña, en su primera noche de desvelo, con ganar el Premio Nobel.
Crece, por otro sendero que se bifurca, la lava de habladurías y desprestigios en las interfaces de unas pantallas que encandilan nuestras rutinas de seres anodinos. Ni qué decir de las corrupciones del cuerpo y de esos extraños virus que se expanden por nariz y boca, mientras en la bolsa de valores unos diagramas temblorosos indican si como asalariados y endeudados debemos preocuparnos en la madrugada del jueves. Si ese libro, además, trata del ineficaz arte de prolongar la poesía, la conmoción no pasa de ser interior y solo le es dado al poeta sentirla, si acaso y levemente, en una diminuta zona de su cuello sudoroso, con pequitas cancerígenas, cuarteadas por el sol. Porque ya los libros de poesía no sirven para enamorar ni para hacerse los inteligentes en las tertulias de amigos descreídos y envidiosos. De hecho, desaparecieron para siempre los Juegos Florales, ese momento en el que la comunidad letrada le daba un lugar de privilegio a la cursilería. Por lo menos eso es lo que siento al leer Vanas gentes, el libro que Juan Aurelio García, “El hoy famoso lector de poesía” (p.85) decidió publicar en Pereira.
¿En Pereira? Juan Aurelio es un poeta irónico, a quien es sano temerle, para no caer en esa red de doce poetas que lo aplauden “con gran alborozo” (p.85). Por eso comprendo que su primer dardo envenenado lo lance fuera de su sitio de confort ¿A quién se le puede ocurrir publicar un libro de poesía en Pereira sino a un ser con un alto sentido del humor? ¿Fue su amigo editor, Ángel Castaño, quien sugirió el lugar de la ironía? ¿Por qué no lo publicó en los alrededores del Mariposario del Jardín Botánico del Quindío? Por lo menos allí su libro habría tenido algún vuelo, con su música de alas incorporada a las hojas impares. Nada raro que hubiese llamado la atención de alguna entomóloga recién separada o que, bajo la influencia del espíritu juguetón de Luis Vidales, lo hubiesen invitado a leer poesía un día lunes, a la hora de la siesta, en los alrededores del parque de Calarcá.
En Pereira no. Aquí la poesía no interesa. Interesan los poetas y sus pequeñas vidas escandalosas. Pero la poesía no, con esa esencia arcana que la liga tanto a la liturgia de los domingos. Con esas afectaciones que suelen convertir al poeta en una suerte de gurú virtuoso, que trae para el mundo un mensaje, una revelación. Es decir, ese anacrónico rezago del romanticismo en el que se creía que el poeta tenía cosas por desvelar y enrostrar a la sociedad ciega, medio tonta. Un poeta que, a raíz de su pureza y alta sensibilidad, debía ser protegido por el Estado, o al menos por un mecenas sensible y generoso.
Pero más allá de la voluntad irónica de publicar su libro en una ciudad sin tradición poética, Juan Aurelio debió pensar que Pereira era el lugar más adecuado para distribuir sus poemas. O, mejor, para compartir sus certezas, una suma de aproximaciones a la figura del poeta, un miembro más del poetariado, esa inofensiva masa, casi informal, sin EPS, que crece en tiempos del confinamiento. El poeta como individuo normalizado, con su “fama diminuta” (p.74). El poeta como ciudadano solitario, pues a él “le urge estar muy solo / para sufrir por cuenta propia” (p.24). El poeta como empleado, que sufraga sus giras más allá de su pueblo “con su propio peculio” (p.73). En la página 47, por ejemplo, aparece Laureano, un “burócrata” de oficina; una especie de poeta vergonzante, cuya “dicción algo nerviosa/ lo termina delatando”. Vanas gentes es, valga decir, una larga delación de actitudes y poses; es un ejercicio atrevido de quitar máscaras y descorrer esos lugares comunes, que se tornan rumor de cafetería entre gentes que se esfuerzan demasiado por ser gente. Como aquello de que el poeta es sensible y sufre, el poeta es inteligente, el poeta es buen lector, al poeta le duele el mundo, el poeta ama la música de las palabras, la melancolía es el almíbar del poeta; en fin, puras bobadas que se instalan en el lado oscuro del corazón.
Este libro de Juan Aurelio García me reconforta, alivia mis prejuicios, justo a esta hora de la mañana, cuando afuera, en la calle, escucho una algarabía de perros ladrándole al hombre de la mazamorra, un alma inocente que, sin conocer las palabras de la poesía, sin saber de métricas y rimas, se pregunta por qué putas los perros no le ladran mejor a la luna. He aquí la imagen más antipoética de este mundo. No me reconforta su mensaje poético; mucho menos sus hallazgos metafóricos. Me reconforta el hecho de que este libro deje al lado la corrección política del ser artista y se ocupe de cosas mundanas, más peligrosas. Aquí no hay exceso de metáforas, ni juegos de lenguaje, ni sentencias eruditas, ni haikús delgados como el aire del Cocora; la verdad es que el poeta está lejos de creer que sea tarde para el hombre. Esa no es su intención, porque si lo fuera, el poeta caería en el mismo lodazal del que quiere salir incólume.
Digásmoslo de otro modo: en este libro la poesía es un estado de ánimo que acompaña al mal poeta, que lo arroja contra la pared y le grita que despierte, que a la vida le aterran las máscaras, la simulación de los seres silvestres. Porque aquí viene la primera certeza: todo poeta que se considere poeta y viva como poeta, es un mal poeta. La segunda certeza es consecuencia de la primera: todo poeta que escribe bajo el influjo de lo que se cree, termina por llenar con palabras inocuas un mundo desdeñoso de la mala poesía. En tal sentido, Vanas gentes no es un libro más de poesía que solo leerán los doce poetas que disimulan las sillas vacías de los auditorios en los que Juan Aurelio García es aplaudido con gran alborozo. Vanas gentes es un manual para corregir el destino de los muchos poetas que brotan en ciudades y campos. Bastaría con leer uno de sus poemas para optar por otro oficio. Al fin y al cabo,
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Un artista de tiempo completo
es todo un riesgo
Después de todo
¿qué podría hacer la sociedad con esa gente?