Autor : Roberto Restrepo Ramírez / Especial para LA CRÓNICA

Un buen libro para releerlo de principio a fin es el mejor motivo para celebrar una fecha clásica, el Día de la Madre.
Aún para quienes -como yo- debemos recordar a la mujer preciosa que nos concibió, pero que ya se fue en viaje a la eternidad. Y si se trata de un texto escrito -logrado con el alma y el corazón- por un hijo agradecido, es más significativo su repaso.
El libro titulado ‘Mariela… una madre maravillosa’ (Editorial Kinesis, Armenia, 2012) es la más interesante semblanza de una progenitora, además de convertirse en un singular compendio de referencias históricas sobre algunos pueblos del Eje Cafetero, de menciones alrededor de las acciones de simples y humildes ciudadanos y -lo más sublime- el recuento sobre las virtudes de los ancestros, así como el gesto de un hijo agradecido con la madre ya fallecida.
Sus dos protagonistas principales son Mariela, la madre y el hijo mayor, Jaime. Este admirable redactor de su primer libro sublime es, además, un gran compañero de todos. Compartí escenario de trabajo con él en una entidad bancaria de Armenia. En una sentida semblanza, presentada en la pestaña de la portada del libro, por alguien que firmó como “el mejor amigo”, las líneas son bien dicientes:
“Jaime Aristizábal Gómez es excelente amigo, no le importa quitarse la comida de su boca y entregarla al más necesitado, doy fe de ello”. Afirmación Esta que comparto, pues debo añadir mi apreciación sobre el autor, en el sentido que es un ser altruista y cordial, sin olvidar que es también excelente contador de historias, como corresponde a la persona que uno quisiera encontrarse siempre en el recorrido callejero.
La madre es así, hermosamente descrita por el hijo escritor, al comienzo de la obra, cuando se refería a ella en la época prenupcial, y cuando compartía el calor del hogar con sus padres: “...una gentil damita, de veinte años, el pelo color del sol. Los rulos de la mañana le habían erizado esplendorosamente, los mechones caían sobre la frente blanca como la nieve, sus pequitas cerca de la nariz eran como lunares pintados por los ángeles. Sus ojos de miel expresaban toda la ternura que puede ofrecer una virgen y su pensamiento estaba en Manizales, donde el amor de sus amores, quien llegaría al otro día, en el bus de las cuatro de la tarde. Su nombre, Mariela, es muy hermosa”.
El anterior párrafo es el primero de una historia de romance y amor a primera vista vivida por Mariela Gómez González con su futuro esposo, Ancízar Aristizábal Arce. Era entonces él un comerciante de Manizales, allá por la década de los cuarenta del siglo XX.
Lo que sigue descrito en las siguientes páginas es encantador y sorprendente, matizado por la ágil pluma de Jaime, quien nos ambienta la llegada del enamorado a Belalcázar, el municipio de Caldas, donde residía su futura esposa. No faltó la mención de la demora del tan ansiado bus de las cuatro de la tarde al poblado. Mariela estuvo pendiente, ese día, del encuentro con Ancízar, quien les manifestaría a los padres de la novia la petición de matrimonio.
Eso ocurrió, al día siguiente de su arribo, en la sala de espera de la casa de don Pedro y doña Emma, luego de la misa celebrada por el sacerdote que los casaría, el Padre Antonio José Valencia Murillo. Era el párroco que, años más tarde, realizaría una obra grandiosa, el Monumento a Cristo Rey, una escultura hueca, de 45 metros de alto, y que muchos aseguran es el más alto del mundo. El padre Valencia había arribado a Belalcázar, después de estar en Filandia, donde en 1937 había fundado el colegio Santísima Trinidad.
Ancizar no veía fácil la tarea de cristalizar su unión con Mariela. Ya había experimentado muchas dificultades, además de la presentada en el trayecto del transporte, en la única vía carreteable para la comunicación con su amada. Debió franquear el primer escollo, la tarde anterior, cuando debió llegar caminando a Belalcázar, pues el bus se quedó sin frenos a las tres de la tarde y se estrelló contra un barranco. Con su maleta de viaje terciada, vadeando lodazales, llegó en la noche al pueblo, con el traje embarrado y con la angustia por lo que había presenciado en el recorrido. No fue fácil para él ver dos cadáveres sin cabeza, que yacían a la vera de la rústica carretera. De labios de don Tobías, el dueño del hotel donde se hospedó, supo que eran los cuerpos del inspector de rentas y su secretario, a quienes les habían aplicado en sus cuerpos el aberrante “corte de franela”, práctica alevosa de la violencia que aparecería posteriormente en la región y que se incrementaría con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán.
Mariela y Ancízar se casaron al día siguiente, a pesar de la crítica del rechazo de doña Emma al casorio de su hija amada. Era claro que sobresalían muchas diferencias, entre ellas el rechazo a la condición familiar de Ancízar por provenir de un hogar pobre y porque su pretensión era entregarle al padre Valencia una novicia para la comunidad de monjas franciscanas. No obstante, el viejo don Pedro congeniaba con su futuro yerno, porque además eran copartidarios del partido gobernante, el conservador.
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Después del matrimonio, la vida marital transcurrió en Manizales, por unos días, en casa de los padres de Ancízar,y mientras se definía su futuro. El siguiente destino laboral se marcó para trasladarse a Herveo, la población donde había nacido la madre de Ancízar y donde su abuelo Remigio tenía todo preparado para la administración de un local de venta de mercancía. Para entonces, esa población del norte del Tolima, limítrofe con Caldas y cerca de las nieves del Ruiz, era ya un centro del comercio de mercaderías que se transportaban en el cable aéreo que comunicaba a Mariquita con Manizales. Eso era garantía que le imprimía un buen futuro a la pareja.
Fue días después del matrimonio, que se reportó el primer embarazo de Mariela y se determinó que ella estaría en Belalcázar, donde nacería Jaime, en el año 1946. Mariela fue atendida por su hermano, el médico Miguel Gómez González, quien había instalado el consultorio en el primer piso de la casa paterna y porque cumplía su año rural en esa población. Años más tarde Miguel se radicó, con su esposa y sus padres en Armenia y de él se escribió una reseña, en la pluma del académico Gabriel Echeverri González, quien así lo calificó en su condición profesional: “... consagrado con abnegación a sus pacientes y al servicio social, era frecuente que no cobrara sus consultas, incluida la donación de medicamentos” (Me encontré en la vida con... Miguel Gómez González”. En NUEVA CRÓNICA QUINDIO”, Armenia, ejemplar del 12 de marzo de 2023). Miguel, el hermano médico de Mariela, un buen galeno, fue el apoyo para Ancizar y su esposa en el futuro matrimonial.
Son notorias la capacidad de síntesis narrativa y la sencillez textual del libro, para embarcarnos en la historia amorosa de Mariela y Ancizar. Por supuesto ella es el centro de atención en sus páginas. Cautivan al lector los múltiples detalles de la prosa, además de las citas geográficas e históricas. Así como el análisis del contexto social, sin olvidar el fragmento que aborda la celebración del Día de la Madre, la fiesta que reúne a las familias, pero que también es motivante de absurdos conflictos familiares. Es igualmente llamativo el aspecto que alude a la característica de una sociedad paternalista, como la de origen antioqueño, abolengo y lazo hereditario al que pertenecían las familias de estas historias. En lo personal, es admirable encontrar el nexo sentimental que esos relatos conectan con las menciones de cada uno de los troncos familiares de la región cafetera del centro de Colombia. Leer esos pasajes vivenciales, contados por los abuelos, nos conectan con el hilo conductor que determinó la colonización multirregional de la región, hoy inscrita por Unesco como el Paisaje Cultural Cafetero, en la Lista de Patrimonio Mundial.
Los siguientes párrafos del libro lo confirman, cuando nació el segundo hijo del matrimonio, Luis Nelson, solo unos escasos meses después de pasada la primera dieta. Es la historia confirmada de los hogares de la región, donde se cumplía fielmente el mandato de traer niños al mundo, sin pausa alguna. Una sufrida secuencia de alumbramientos que no sorprendían a nadie, pero que sufrían en su humanidad las madres. La misma Mariela había sido uno de los seis hijos sobrevivientes del matrimonio de sus padres, quienes habían visto fallecer a corta edad a veinte de sus 26 infantes nacidos en la unión marital.
Las líneas escritas son tajantes y hacían parte del proceso, que era regla social de aquellas épocas:
“...Los matrimonios eran arreglados entre las familias, los novios generalmente se conocían desde muy pequeños, lo cual favorecía el conocimiento de las parejas, sin llegar a la intimidad...
“En el matrimonio, el hombre era la autoridad total de puertas para afuera, pero en la casa, la mujer tenía un lugar muy importante, a pesar de predominar los sentimientos machistas de la época que reducían a la mujer a la cocina y al cuidado de los hijos, quienes se criaban con poca ropa, crecían al sol y al aire libre. Hombres y mujeres de toda categoría social andaban descalzos, a excepción de las personas adultas de las pocas familias ricas...
“El Día de la Madre se celebraba el segundo domingo de mayo. Ese día, el almuerzo era bien abundante y lo hacía la señora de la casa, ojalá con gallina saraviada bien grande. Por la mañana, la misa para orar por las madres vivas y muertas. Los hijos que las tienen vivas usan un clavel rojo en la solapa del saco y los que la tienen muerta, el clavel es blanco”.
Todo esto y mucho más vivieron Mariela y Ancízar, aunque la mayor dificultad comenzó en 1948 cuando debieron emigrar de Heveo por la violencia. Antes habían sufrido un incendio en la casa y recibieron la noticia de la muerte de doña Emma. Luego, más dificultades, acentuadas por los nuevos empleos que debía conseguir Ancízar. Solo alegraron su existencia los nacimientos de dos hijas más, Luz Marina y María Adiela. Pero eran más los contratiempos y las afugias, además de soportar un largo peregrinar por muchas poblaciones. En Prado desempeñó el cargo de registrador. Luego, en Casabianca, otra vez en tierra montañosa y fría. Luego, el quinto embarazo, cuando nace Mariela. La pérdida del empleo oficial y el viaje a Balboa, donde prueba suerte en un nuevo oficio. Finalmente se radican en Cartago, donde se ocupa como docente y nace Jorge Hernando, el sexto hijo. Y la instalación final del núcleo familiar en Armenia, donde terminan sus días. Solo la compañía de Mariela, su amor y comprensión alegran la existencia mutua.
Ancízar muere en el año 2003 y Mariela en noviembre de 2009. Un matrimonio que es ejemplo de vida. Sus recuerdos, consignados por el hijo que escribió las memorias.
Se puede afirmar que Jaime, el hijo y escritor, cumplió la consigna del hombre batallador. Sembrar un árbol, tener un hijo, ser buen hermano y esposo. Pero, además, escribir sobre la madre.