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Tan patética historia, Montserrat Roig la refiere en su obra La aguja dorada, tercera parte del libro: Las criaturas del infierno.
La más conmovedora de un texto escudriñando en eventos humanos inadvertidos para la historia ecuménica de una nación, por donde discurren incidentes surreales, como el caso de Pavel Filipovich Gutbeski, guía del Museo del Hermitage, San Petersburgo. Mediante revelaciones de supervivientes del asedio nazi a Leningrado, la narradora catalana registra, en fina prosa descriptiva, los padecimientos, horrores y heroicidades de heterogéneos personajes postergados quienes, sin ser prominentes actores del sangriento sitio o protagonistas relevantes de algún episodio memorable, con sus dramas menores fueron, sin embargo, piezas laceradas en tal ofensiva.
Stalin, anticipándose a la invasión alemana, desocupó el Museo del Hermitage enviando hacia recónditos monasterios de los Urales, en sellados trenes, cerca de dos millones de objetos artísticos de Europa y Oriente. Mientras para los insatisfechos hornos de Auschwitz Hitler atiborraba trenes con judíos, Koba el terrible despachaba por ignotas rutas trenes abarrotados con obras de arte para protegerlas de los nazis.
Pavel Filipovich, anciano enfermo y obstinado quien cargaba décadas como guía del Hermitage, sin abandonar un solo día su lugar de trabajo, desempeñaba entre bombardeos y lo más sangriento del asedio su cotidiana labor: para personas imaginarias, grupos fantasmas de turistas y visitantes intangibles, organizaba recorridos por los solitarios salones donde estuvieron expuestas las pinturas, revelando a su imaginaria audiencia pormenores formales, técnicos, artísticos e históricos de cuadros inexistentes frente a esta. Con prodigiosa memoria eidética, el emocionado Gutbeski ponderaba detalles de cuadros y autores. Técnicas y estilos.
Temas, escuelas, hitos de la pintura y anécdotas en torno a los pintores o la manera como el Hermitage adquirió esas obras. Renoir, Monet, Giorgione, Boticelli, da Vinci, Tiziano o Rembrandt, le acompañaban durante sus noches de insomnio, participando de su exorbitante amor por aquellas obras de arte que, a pesar de la distancia, Pavel continuaba viéndolas expuestas para descifrarlas a gente que no existía, en circunstancias llenas de componentes irracionales profundos, rehaciendo el lenguaje para levantar una nueva racionalidad capaz de interpretar la sinrazón.
Ni cuadros ni gente. Pero los recorridos tenían mayor dinámica hermenéutica. Herbert Morote no resistió la poética del caso y enriqueció el trabajo de Montserrat escribiendo una obra teatral con tres personajes: Pavel, guía del museo; Igor, guardián del mismo y Sonia, esposa del primero. Se puede leer en www.herbertmorote.com y asistir al drama del ruso cuyo espectro debe recorrer el Museo de Arte No Visible, especializado en vender cuadros inexistentes, con solo títulos. O la Galería Hayward, en Londres, la cual montó una exposición con obras invisibles del arte contemporáneo por el estilo de la Escultura invisible, de Warhol y la Hoja de papel en blanco, de Friedman.