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Desde siempre los viajeros han sido agentes de transformación cultural. La civilización occidental, en particular, surge de viajes y encuentros; los filósofos milesios, situados entre los siglos VII y VI a. C., estaban consagrados a viajar en la grieta del mediterráneo para aprender de las visiones, prácticas y costumbres de otras culturas ubicadas en lo que hoy conforman el cruce entre África, Asia y Europa. El denominado «milagro griego» no es otra cosa que el fruto del cultivado ímpetu viajero de los filósofos de aquella época. Por esta razón, no hay mejor disposición para el aprendizaje que la del viajero, ni mejor significado para la enseñanza que el de guiar un viaje (pedagogía). Al viajero le es inherente una mente de principiante, ávida de entrar en territorio desconocido y de disfrutar explorando un nuevo horizonte cultural.
Por otra parte, la noción de «turista» tiene un reciente origen que se generaliza y cobra el significado actual después de la segunda guerra mundial: una vez se reajusta la industrialización del mundo, el mercado laboral generaliza las vacaciones (tiempo libre) y la aviación comercial toma un renovado impulso. La tecnología entró en juego y surgieron nuevas formas de superar largas distancias que, con el tiempo, masificaron los desplazamientos. El desplazamiento fue convertido en objeto de consumo y nace la industria turística. A partir de ahí, la liberación inicial, convertida en norma (temporadas altas), se vuelve opresiva: martiriza los ecosistemas y las sociedades humanas autóctonas, oprime el sentido de viajar y transforma la hospitalidad de los lugares en servicios, los habitantes en servidores, los paisajes en decorados impostados.
Así, el turista, por lo general, consumiendo un destino artificial creado por la industria, se desplaza, pero no conoce. Como dice Paul Théroux, «Los turistas no saben a dónde fueron. Los viajeros no saben a dónde van». Paradójicamente, la industria turística no concede dignidad y valor a las vidas y prácticas cotidianas de los territorios que vende masivamente como destinos, convirtiéndose en factor de desplazamiento de las comunidades autóctonas y destruyendo su propio producto industrializado. En otros términos, esta industria destruye la diversidad del mundo al convertirla en mercancía. Atrapado en la trampa de esta paradoja, el turista es convertido en «el idiota del viaje» (Jean-Didier Urbain), esto es, en un mal viajero. Una salida a esta incongruencia consiste en preferir el camino por explorar que el destino prediseñado. A partir de esta preferencia un turista reflexivo, es decir, un ven viajero, se abre paso.
Todo lo anterior para exhortar, una vez más, a una revisión crítica de la nefasta experiencia que para el territorio ha significado el tipo de turismo implantado en el Quindío desde 2011, año de la declaratoria «Paisaje cultural cafetero». Por estos días que se expresa preocupación por la disminución de reservas hoteleras respecto a la próxima temporada de Semana Santa, es pertinente insistir en la reivindicación de aspectos vitales para un turismo sostenible en el departamento: i) valorar y fomentar sistemáticamente los conocimientos locales y los saber-hacer tradicionales; ii) garantizar la integración de turistas y/o viajeros en las prácticas locales tradicionales, de tal manera que no se pierda la autonomía socioeconómica basada en la caficultura y; iii) controlar rigurosamente la capacidad de carga turística de los municipios y del territorio en general. Finalmente, esta experiencia está mostrando que al territorio le podría ir mejor con los viajeros.