Las opiniones expresadas por los columnistas son de su total y absoluta responsabilidad personal, no compromete la línea editorial ni periodística de LA CRÓNICA S. A. S.
En el momento más penumbroso de Armenia —por la politiquería, por la influencia del corporativismo obsoleto y voraz, por la metástasis de la corrupción, por la toma de clanes electoreros, por la preeminencia de élites insensibles, por la epidemia de la drogadicción, por la diseminación de la pobreza, por la nube tóxica de la polución y el inmovilismo vial— aparece la enseña de la cultura, la literatura en este caso, para desbrozar una tupida vegetación mental.
Nace, más allá de nuestra maraña social, la Feria Internacional del libro de Armenia y el Quindío, FILAQ.
Vivíamos los colombianos el inicio de la escalada violenta, en las zonas rurales en 1936, que nos llevaría a la guerra civil de 1948, cuando apareció la primera feria popular del libro, en la alcaldía del líder progresista Jorge Eliécer Gaitán, instalada dos años seguidos. Los libros como fuentes de pensamiento, o como objetos de iniciación, concitan el interés de una sociedad en crisis.
Años después, cuando aprendimos a matarnos con sevicia en los campos de Colombia, de volver ruin lo más ruin del acto de asesinar, apareció en el neblinoso parque Santander, en el centro de Bogotá, una nueva feria. La Cámara del libro, fundada en 1951, asumió la gestión de esa actividad, que le daba otro sentido al aún afectado centro de la capital.
El visionario Jorge Valencia Jaramillo, el 29 de abril de 1988, en el contexto de un país de fuegos cruzados del narcotráfico, del Estado y la subversión, pudo inventar un espacio para el sosiego: La Feria del libro de Bogotá.
Fui a esas fiestas literarias cuando en su desarrollo los lectores y autores eran prioridad. Luego, a medida que creció importaron menos los libreros y los creadores, y más las transacciones de las editoriales, independientes, plataformas o multinacionales en Colombia.
Ahora, asisto menos: la pasarela de escritores en trance, la proliferación de “influenciadores” y la mercantilización radical del libro y sus afines me agobian. Traumado que soy, o acomplejado dirán algunos, y hasta razón les doy.
Al contrario, la propuesta en Armenia, de Filaq, centrada en los promotores de lectura, en la gente, me parece diferente y bella.
En el Quindío John Isaza, de la librería Libélula, en asocio con Catherine Rendón, Sara Zuluaga, Tatiana Rojas, y otras gestoras importantes, fue pionero con la primera versión de una feria. La segunda muestra fue apoyada por el programa de Filosofía de la Universidad del Quindío. A todas ellas, y a John, debemos esa ilusión que pasa a manos de Liliana Moreno y David Reynoso, con un eficaz equipo de la Fundación Letra Viva.
Esa primera feria, como todos los procesos culturales, son verdaderas escuelas de formación y lugares de encuentro para la amistad.
La feria del libro empieza hoy, y seremos niños detrás de los caramelos de la vida. Y miraremos con estupor las páginas de los libros y los pájaros que ya vuelan en nuestro cielo, aves ojalá premonitorias de un Quindío distinto.