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Opinión / ABRIL 13 DE 2024

Los ojos de Mona (2)

Las opiniones expresadas por los columnistas son de su total y absoluta responsabilidad personal, no compromete la línea editorial ni periodística de LA CRÓNICA S. A. S.

A la niña protagonista, Mona, de acuerdo con el funesto diagnóstico oftalmológico manteniéndonos en vilo a lo largo de la extensa novela, hasta el esplendoroso final en la ciudad de Aix-en-Provence donde se encuentra el Tríptico de las zarzas ardientes, de  Froment, le restan 52 semanas antes de perder por completo su visión. Henry, su abuelo, aprovechará entonces los miércoles de cada una de estas concluyentes semanas para que su nieta observe 52 obras maestras en los museos del Louvre, Orsay y Pompidou. Los recorrerán sin prisa. Mediante didácticas explicaciones e interpretaciones de Henry, la niña confrontará, observará y sentirá al máximo cada una de las obras que este elegirá para inspirarle sentimientos superiores. Que si la pierde, subsistan en su alma indelebles huellas de explícitas pinturas, esculturas y fotografías cuya evocación enaltezcan la vida que le resta, sin interés diferente al de nutrir sus miradas, su espíritu y memoria con la plural belleza de cuanto observan, dándole nuevas razones de ser a la existencia. No con el arte como sanación. No es terapia estética concebida por el abuelo. Es insondable experiencia de lo bello u horroroso induciendo a despertar valores espirituales: “Mona, cada semana veremos juntos una obra de arte, una sola nada más, del museo.  Esta gente que nos rodea querría tragárselo todo de una vez y se pierde por no saber administrar bien sus deseos. Nosotros seremos mucho más listos, mucho más razonables. Contemplaremos una sola obra primero en silencio, durante unos cuantos minutos y a continuación hablaremos de ella”, propone el abuelo a su nieta, cuando en el Museo Beaubourg dan comienzo al artístico ejercicio de paciencia, lentitud y recogimiento frente a un solo cuadro. Para el sensorial rito que llevarán a cabo, no son obligatorias muchas imágenes. Tampoco numerosas impresiones durante el lapso que discernirán frente a la obra elegida. Mucho menos, saturar el cerebro con heterogéneas imágenes plásticas y detalles de escuelas artísticas. No atiborrarse de apresurada belleza. Tampoco se escurrirán por entre las obras exhibidas, como deslizándose por una rampa de sensaciones y afectaciones propias de millares de visitantes deambulando veloces por recintos y pasillos, frente a obras de arte que no saben escuchar ni ver y  menos experimentar el tipo de sensaciones corporales e intelectuales que estimulan en el equilibrado observador. El compositor Ahmir Khalib Thompson, menciona el estado de paz que experimenta cuando mira sin prisa Hiroshima, pintura colmada de azules sobre azul, de Klein. Escucha el extendido sonido de una nota grave.  Para Isaac Kaplan, el tiempo promedio que alguien dedica a observar una obra en un museo es de 15 a 30 segundos. Insuficiente para experimentar en su totalidad la obra. “La gente puede visitar un museo y estar durante horas observando cientos de obras, y salir sin haber visto nada”. 
 


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